El
niño soñó con un cuento, una princesa miope, montañas y un frío
infinito. También soñó con la soledad, un camino promisorio y la
libertad extrema que va de la mano del vacío. El niño sueña con extremos y los extremos
son incompatibles; alucina, el niño, con el éxito y el fracaso por venir. Tiene miedo, cualquiera de sus historias compromete a la
otra, la sacrifica. Cuando una historia muere, en cierta forma
fracasa; y el niño le teme al fracaso más que a nada en el mundo.
Ante
el temor inmanejable y la ausencia de palabra, el niño invoca la
atención de manera violenta. No podrá encubrir su travesura y sólo
de esta manera, exponiéndose al castigo inexorable, podrá
descolocarse y llorar sus otros llantos. Invocando el caos, el niño
encuentra confort para invitar a salir a su monstruo interno, ese
bicho burlón que lo perturba con impotencia y conflictos de
fantasía. Sólo y sólo en medio de ese torbellino, el niño no se
avergüenza de su monstruo y se muestra ante los demás llorando su temor.
El
niño no sólo actúa impunemente, a conciencia de que está causando daño, sino que, luego de descubierta o
delatada su travesura, se somete al castigo con convicción. Se
coloca en el rol de mártir para limpiarse de la impureza de sus
actos. Está seguro de que ése es el mecanismo (callar, pecar,
recibir castigo), no lo cuestiona. El
niño se siente heroico por someterse al castigo. Para él, el objetivo primero es salvarse y lo persigue agachándose ante el látigo con sumisa expresión. Cree que el
sacrificio es la primera y única forma de salvarse y prioriza la
salvación porque no sabe salirse de sí mismo.
El
niño no sabe ver el todo porque no sabe ver al otro. De ver el todo (al otro),
entendería que la salvación en realidad no importa porque el daño
ya está hecho y las cicatrices estarán ahí siempre, en su corazón
y en el de la mujer, para recordárselo. No concibe, el niño, la
opción de sanar, de lograr, precisamente, una
cicatriz sana y bien suturada. El niño no puede suturar porque le
causa mucha impresión ver la herida que causó. Cuando
el niño no se animaba a clavar su aguja (enhebrada por él mismo,
con su voluntad y labor), la herida pedía a dolores sutura y la
mujer pedía a gritos la ayuda del niño. El niño, que nunca supo
salirse de él y fue siempre muy culposo -obsesionado con su
salvación-, tomaba esos gritos como parte del castigo que merecía.
Se sentía en regla con sólo someterse a recibir esos gritos, que
muchas veces venían cargados de dagas venenosas que le hacían daño.
La mujer, en su idiotez, creía que quizás el niño finalmente
respondería si gritaba más fuerte y restregaba sus heridas.
Por
esos gritos, que recibía en forma pasiva pero disciplinada, el niño
creía que estaba dando lo mejor de sí mismo para salvarse.
Salvarse, para él, era salvar también a la mujer, quien a su
entender alcanzaría la sanación sólo y sólo si sus gritos eran
escuchados. Algo así como si la mejor forma de curar a un enfermo
fuera escuchando sus quejidos de dolor en lugar de aplicándole
tratamiento. Una absoluta ironía.
1 comentario:
Practiquisima introspección y concreto análisis de la mente. Las metáforas dan en el clavo. El remate es la cereza del postre además
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