sábado, marzo 22, 2008

^^.doc

... Un día, dijiste te inspiré.





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Día dos.
Tic-tic-tic-tic. Panadería. Baltasar. Jefe. Reloj. Noche en vela. Continuo transcribir.
El segundo día pasa rápidamente, escribe casi sin detenerse, ansioso por terminar la novela y por descubrir esta familiaridad que observa en los movimientos de este otro Juan, el personaje.
Aunque trata de ocultarse a sí mismo, le resulta extrañamente interesante la historia de esta chica que sufre por el amor de ese Juan distante, ensimismado en sus propios asuntos. Sigue haciendo comentarios en voz alta, que sólo escucha Baltasar, sobre la mala calidad del manuscrito y el bajo nivel del mismo, pero sabe que sólo es para conservar su posición frente al odio por Ofelia y sus novelas.
Nota que comienza a sentir cariño y a comprender a aquella mujer triste que sufre por amor y se entusiasma con la idea de que sea correspondida. Piensa para sus adentros que todavía no sabe su nombre. Quiere quitarse esta incógnita, este suspenso suspendido en el aire de su habitación.
Comienza a amanecer, se encuentra cerca del final del escrito, pero el mismo ni siquiera se acerca al clímax, todavía no se resuelve el misterio de la mujer sin nombre en busca del Juan distante. Llega a la última hoja. Decide transcribir mientras recita en voz alta lo que sus ojos siguen en el blanco papel manchado de lo que parece ser café.
“…Ella lo busca, lo sigue buscando, pero Juan no está. Tal parece que se ha olvidado de ella, o peor aun, que nunca la ha visto. -¿Dónde estás mi amor?- llora desesperadamente, pero no hay respuesta alguna. Suena el timbre. Llegó el cartero. Abre la carta niña mía, léela en voz alta mí querida:
“… Juan se encuentra escribiendo esto que estás leyendo en voz alta querida niña de la panadería. Juan es tu escritor. Tu traductor. Él nunca te observó como yo lo hice. No sabe de tu existencia, tampoco tu nombre, mucho menos conoce el amor que le tienes.
Es por eso niña que antes de morir te escribí esta carta; para que cuando él contara tu cuento sentado frente a aquella computadora de la que tanto reniega, conociera tu dolor por su continuo desprecio –Sí, sí, lo sé joven, no es desprecio, él tan sólo nunca se dio cuenta de…-. Así que ahora, Eugenia, golpea su puerta, él te espera…” Enter.
Se escuchan tres golpes en la puerta.
–Adelante. Dice él asustado.
–Hola Juan. Dice ella ansiosa.
–Hola Eugenia. Dice él suspirando.







Por María,
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increíble mujer.
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domingo, marzo 09, 2008

Barrio de abuelas y plátanos (las extrañas de pelo negro)

Cuando le puse la correa ya sabía que no íbamos a ir al parque. Tampoco a un lugar bullicioso, no nos gustan y debíamos darnos el gusto esa mañana. Sin dudarlo crucé Santander, evitando inexorablemente los destinos antes mencionados, y nos llevé por el pasaje Juan de Castro, donde ambas sentimos el cosquilleo y algo que nos tomó como un imán de los pies y de las patas.

Hortiguera, la calle de la abuela, habría sido en exceso nostálgica. No quisimos doblar. Seguimos derecho y empezaron a aparecer las casi ruinas de las que en un momento fueron grandes fábricas y oficinas. Víctor Martínez logró conquistar nuestro andar y fue el pasaje al sur. Desde allí, casas de viejos personajes, la fábrica de zapatos, el kiosco con olor a tarde de domingo, otra fábrica, más fábricas. Luego doblamos hacia el este para alargar el camino (ella se veía satisfecha como yo). El paisaje se repetía: ese silencio amigable, interrumpido a veces por una chicharra, el canto de un pájaro, los ruidos de alguna casa (voces, cacharros); mujeres sonrientes en batones y chancletas y el olor a los almuerzos de Juana y Elena en una mezcla inigualable. Lo conocimos así y así debíamos volver a verlo.

Las dos llevábamos esa misma paz. Ni yo rezongaba ni ella ladraba, para mutuo asombro. Creo que pensé en muchas cosas durante ese trayecto, del pasado y el presente (un poco del futuro quizás). Me sentí apenada por esos momentos en que olvido el valor de todo eso que siempre me acogió. Recuerdo claramente lo que pensé mientras caminábamos por Picheuta, justo después de pasar por un pasaje llamado Caperucita: “No sé exactamente lo que es estar triste o estar feliz, caen lágrimas sobre mi sonrisa encendida. El aire nos abraza, estamos viviéndolo. Feliz o triste, estoy viva, y a veces me ocurre que lo olvido”.
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