viernes, junio 06, 2008

Que sea doble, cortado y con azúcar.

Cualquiera que me conozca aunque sea una pizca sabrá decir cuánto resquemor me provocan las grandes tiendas fieles al estilo moderno y capitalizado. Pero al entrar en una me sentiría mucho más compungida de lo que verdaderamente me siento si no fuera porque sé justificar mi contradicción. Sí, hace un tiempo ya que me he convencido: no es su mágica receta de hamburguesas plásticas ni el crocante de las papas fritas precocidas y congeladas. También a mí me asombra que no sea algo comestible lo que me hace entrar de cualquier modo. De hecho lo que me atrae, podría decir, es el incomparable anonimato de un café en el rincón de un local de semejantes dimensiones. Y es que gran parte de las veces en las que vago sola es porque realmente quiero estar sola y que mis vínculos sociales no pasen de una cifra al colectivero, un “gracias”, algún “de nada” o una sonrisa amable al transeúnte que me la inspire.
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Domingo, 18:30 p.m. Aunque Belgrano pueda sonarme a opción predecible sé que todavía sigo siendo capaz de sorprenderme. Porque creí que a pesar de los amables consejos de María Paz de este mediodía me veía predestinada a una siesta. La tercera siesta consecutiva, la tercera merienda post-siesta, mi cuerpo friolento pululando por la casa hasta rendirse ante el calor del acolchado violeta-gastado. Y otra vez la lucha con la guía de Pollos que no sabe acomodarse, el lápiz mecánico que parece experto para clavarse en mi espalda y el oportunismo de mi mente cada vez menos paciente para proponer el sueño como la mejor solución.
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No, eso no debía ocurrir otra vez y por alguno de esos impulsos mágicos tomé la iniciativa de calzarme mis zapatillas más cómodas (las que por su ventilación no recomendaría una madre para un día invernal como éste). 18:40 p.m. del domingo, que ahora que lo pienso debería ser feriado, y yo que me conformo tan sólo con haber escapado de esa rutina enfermiza de fin de semana sedentario.
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[Qué modernos, te dan una pajita para revolver el café… los curiosos ya hemos probado la técnica y descubrimos que el cortado sabe mejor luego de haber pasado por el contaminante tubito plástico.]
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Volviendo al asunto de mi casa (no sé para qué me iré si al fin siempre busco volver), me dijeron “Salí. Salí a tomar un café y a mirar gente”. He actuado en consecuencia: salí, miré gente y ahora sorbo lo poco que queda del vigésimo cortado de la semana, sin necesidad de aclarar que no me refiero a la semana que acaba de empezar hoy, domingo. Luego, el subte no tuvo demasiado para contar, salvo el bandoneón de una niña prepotente pero no por eso menos adorable que cualquier otro chiquillo.
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Una vez en Belgrano me dediqué a caminar al son de cualquier balada suicida que mi aparatejo tocara. Hice un esfuerzo por no pensar demasiado en el pasado y me salió bastante bien gracias al antedicho consejo de mirar gente. Inventé una suerte de juego en el que yo me involucraba imaginariamente con cualquier rostro elegido al azar: desde el señor con gesto bondadoso que vendía estuches para celular hasta la elegante señora de nariz respingada que lucía uno de sus celulares con estuche. Sentí el frío en un puesto de feria, el cobijo en el café más coqueto de la cuadra, la tranquilidad en la tienda de libros, la alteración del que pretendía doblar a paso apurado en Cabildo y Juramento. Y, sin que siquiera lo notaran, les regalé mi sonrisa lastimosa como agradecimiento por haberme sacado de esa angustia egoísta que me había dispuesto a tejer y enroscar los días anteriores.
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[Confieso: ratoneo inconciente frente a la tienda de alfombras. Invoqué a mi más reciente “él”, lo hice mi lady in red de Chris de Burgh, tomelo de la cintura y arrojelo a la más mullida.]
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Todavía domingo, nada que me afecte demasiado. Ya estoy rozando las 19, Richard Ashcroft pide una canción para los amantes y yo quiero jugar un rato más con la imaginación para no sentir cómo me aplasta esta realidad de obligaciones banales. Something in the air tells me the time is right pero tengo que ignorarlo (dejarme de joder). Qué lindas telas venden enfrente… uf, para qué lo habré nombrado hace unas líneas. Ahora los ratones de nuevo, pucha, y yo que tengo que apre(he)nderme a los pollos (¡no recuerdes las alfombras de Ciudad de la Paz!). De a poco me voy despabilando, la birome como que se quiere despegar de la hoja y Richard deja de insinuarme. Vamos, qué tan duro puede ser el asunto, despedite.
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Chau, hoja. ¡Chau!