De la cabeza de Melina (me gustaba cambiarle el nombre de vez en cuando) salían cosas que no entraban en la mía. Así fue como, paulatinamente, el espacio entre nosotros y alrededor nuestro (un baño, un banco de plaza, un cuarto de living) se fue llenando de todo eso que ya no le pertenecía pero que yo a su vez tampoco sabía tomar. Cosas de nadie desde el momento en que salían de su boca perezosa o de su lápiz puntiagudo; cosas que a partir de ese entonces pasaban sólo a ocupar el espacio ese que debíamos o deberíamos haber ocupado/abarcado/vencido para estar de algún modo juntos.
Dunedin. Algún domingo de ¿febrero? de 2009.
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